viernes 19 de abril de 2024
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Once tesis para una pedagogía del contra-aislamiento

domingo 24 de mayo de 2020

Compartimos las reflexiones del colectivo de expertos en educación que conforma Pansophia Project sobre la situación educacional en el contexto de pandemia.

Si el mismo virus se hubiera desatado hace 20 años, -y sabemos que 20 años no es nada- el COVID-99 nos hubiera encontrado en cuarentenas con radio, TV por cable, conexiones a internet mayormente por vía telefónica (para la minoría conectada) y celulares de tapita. Sin plataformas, sin redes sociales, sin videos on demand, sin series por streaming ni videollamadas y con una web que apenas despertaba.
¿Que hubiéramos hecho en 1999 con la educación escolar? Como en situaciones similares (terremotos, epidemias, guerras, inundaciones) seguramente hubiéramos asumido la pérdida para pasar a planificar la vuelta a las escuelas.
La cultura digital, las redes y las pantallas nos incitan a pensar que esta vez vamos a perder menos o directamente no vamos a perder. Y en virtud del culto a la inmediatez nos propusimos rápidamente brindar soluciones inmediatas para continuar con la educación. Y aquí no ha pasado nada.
Sin embargo, el enfoque ganar/perder en este caso no resulta adecuado. Es necesario, reflexionar, sopesar los cambios y las nuevas situaciones para entender de dónde venimos y cuáles son las perspectivas frente al aislamiento y el presente y el futuro de la educación.
Se requiere diseñar, pues, una pedagogía del contra-aislamiento

La pedagogía moderna es una disciplina surgida hace cuatro siglos para intentar educar de la mejor manera posible a la mayor cantidad posible de la población infantil y juvenil: la escuela fue el medio ideal para llevar a cabo ambos objetivos. La mirada pansophiana, de la que nos sentimos tributarios, postulaba que todo el saber humano debe ser para todos los seres humanos.
La pedagogía, por lo tanto, es lo contrario del aislamiento. Sus herramientas se basan en el encuentro entre educadores y educandos en un ámbito escolar que transforma ese vínculo en un hecho único e intransferible. Un encuentro que se articula alrededor del conocimiento. Una vivencia profunda en lo intelectual, lo emocional y lo corporal. Un compartir que, aunque a veces deja huellas quejumbrosas y hostiles, se presenta como una singularidad irremplazable.

Una escuela es muy diferente a una casa o a una familia. Una escuela es una organización compleja, conducida por educadores especializados que viven de ese trabajo. Un ámbito al que se debe asistir obligatoriamente en días y horas socialmente pautados y para aprender un conjunto de saberes comunes a toda la población. Las escuelas están reguladas –y en su gran mayoría financiadas- por el Estado.
Al contrario, las casas no se parecen en nada a las escuelas. No solo por el tamaño, la amplitud de los ambientes y la disposición de los muebles y las personas sino porque las relaciones entre sus miembros conforman un vínculo primario, emocional de largo plazo y nadie se especializa profesionalmente ni obtiene una retribución salarial por integrarla. Las sociedades democráticas no buscan uniformizar a los hogares y la intervención del Estado solo se da en situaciones extremas. Al contrario, las escuelas pertenecen a lo público, a lo común, a lo que une como comunidad.
Salir de casa para asistir a la escuela significa algo más que el desplazamiento físico hoy prohibido por la cuarentena: es pasar de lo íntimo a lo público; de lo diferenciado a lo común; de lo individual a lo de todos.
Al mismo tiempo, el encierro obligatorio expone crudamente aspectos antes naturalizados de las escuelas como las funciones de cuidado y alimentación: la escuela es una casa a la que muchos recurren para obtener los insumos esenciales para vivir que su casa no les brinda. Cuidado, control, cariño y comida también son propios de lo escolar.

Frente al encierro, nuestra respuesta inicial fue performativa y eficientista. El desconcierto inicial se manifestó en hiperactividad y se tradujo en agobio. Quisimos darle naturalidad a una normalidad tambaleante sin considerar que estamos frente a un escenario de emergencia, que conforma una interrupción en sí mismo.
Nadie estaba preparado para un cambio tan abrupto no solamente por la ausencia de capacidad tecnológica en la mayoría de las escuelas y las casas sino porque casi la totalidad de los padres/madres no eligieron voluntariamente prepararse para enseñar a sus hijos. Y, además, porque la imagen de una “casa” en la que existen recursos materiales y culturales para educar a los chicos como si fuera una escuela, solo se corresponde con una porción mínima de la población mundial.Aprender en casa no es un espejo de aprender en el aula. Ni siquiera un espejo roto. Es otra experiencia radicalmente diferente.

La escuela es la tecnología de distribución del conocimiento con el mayor potencial igualitario de la historia de la humanidad. Gracias a ella, la población que durante milenios fue excluida del conocimiento pudo acceder a la palabra escrita y a través de ella a leer el mundo e interpretarlo científicamente.
A pesar de sus enormes logros, la escuela no consiguió llegar a todos e incluso el acceso al conocimiento no escapó a los procesos más generales de segregación y desigualdad.
Con la desescolarización consecuencia del aislamiento, estas desigualdades no desaparecen: se profundizan y visibilizan. De hecho, los datos disponibles muestran que por la carencia de conexión a internet y de dispositivos adecuados, la gran mayoría de los alumnos del mundo no puede “virtualizarse”. Y que los que sí tienen conectividad apenas pueden recibir información de sus docentes vía celular con muy poco margen para interactuar. Si no fuera por los smartphones, muchos de nosotros estaríamos en 1999.
Por otro lado, si bien varios de los recursos para educación a distancia están disponibles gratuitamente, las condiciones socioeconómicas refuerzan las diferencias existentes: para esa mayoría son tan gratuitos como inalcanzables. Finalmente, los propios efectos económicos del aislamiento social perjudican a los chicos y adolescentes de los sectores sociales más vulnerables que aumentan sus déficits sanitarios y alimentarios y con ellos la posibilidad de aprender más y mejor.
La distribución social de la tecnología será injusta si no se abren los grifos de la red para enseñar y aprender. Y en esta situación, quedará patente lo que antes se negaba: no son los estudiantes los que abandonan a la escuela sino la escuela la que los abandona, cuando no les damos una alternativa realista.

El teletrabajo es la forma de organizar y realizar trabajo a distancia mediante el uso de tecnologías de información y comunicación. Adaptar el trabajo docente a esta modalidad implica una transformación profunda: no solo se debe cambiar el medio sino el tipo de educación que se estructura, que abandona lo presencial y se organiza a distancia y requiere modificaciones pedagógicas y didácticas.
Los enfoques de educación a distancia/virtual/digital/online implican cambios en los contenidos, en los ritmos y hasta en los actores involucrados, contando por ejemplo con el soporte de tutores u orientadores para asegurar el seguimiento de cada alumno. Se trata además de propuestas diseñadas y planificadas cuidadosamente, en forma sistemática, con tiempo y con cierta previsibilidad. El diseño de estas propuestas lleva un proceso largo de preparación y elaboración de materiales específicos (guías didácticas, cronogramas anticipados, elaboración de recursos, medición de los tiempos que requiere cada tarea, etc.). Incluso la función docente suele distribuirse en diferentes roles (especialista en contenidos, en diseño instruccional, en tutoría virtual, etc.) y estos reciben una remuneración específica por el diseño de sus aulas y clases a distancia.
Lo que el aislamiento está escenificando es exactamente lo contrario: los docentes parecen estar sumando a sus responsabilidades de la escolaridad los roles requeridos para el trabajo a distancia, todos en uno y por el mismo precio. Forzar la virtualización vertiginosa e inmediata de la docencia, por tanto, acarrea un costo alto y no es difícil identificar quién lo está pagando.
En contraposición a un enfoque sistemático de educación a distancia, vale más decir que estamos experimentando con una especie de educación no presencial de emergencia. Este es el momento histórico que nos toca vivir. Sobre este escenario debemos actuar.

Solucionismo tecnológico es la creencia de que todos los problemas tienen soluciones; que todas las soluciones son beneficiosas y que, en general, son de naturaleza tecnológica.
El solucionismo embrutece cuando damos una respuesta allí donde solo hay preguntas: ¿Soluciona la tecnología los problemas educacionales que plantea el aislamiento? O, en todo caso, ¿en qué situaciones y en qué medida lo hace?
La tecnología de plataformas, la web y los smartphones no logran por sí solos recrear en las casas la tecnología escolar.
Por otro lado, a las limitaciones técnicas del pasaje a la virtualidad se le suman las limitaciones didácticas que abonan un nuevo capítulo en el debate entre defensores de la escuela tradicional y los “tecno-fundamentalistas” que proponen el reemplazo de la tecnología escolar por inteligencia artificial.
La fascinación tecnológica entorpece si creemos que durante el aislamiento vamos a obtener los mismos resultados que en la escuela: lo peor de este presente es simular escolarización allí donde no la hay.
Y al descartar la fascinación encontraremos un mundo de posibilidades para avanzar con herramientas que fomentarán la innovación, sin ser prescriptivos en su uso, haciendo patente la necesidad de dotar a todos los educadores y las familias de dispositivos y conectividad.

La edad del alumno, el nivel educativo y el contenido a enseñar presentan dificultades que la escuela -a su manera- resolvió hace dos siglos: salones de clase, horarios de clase, diseños curriculares, recreos y evaluaciones pero que sin escuela se tornan ilusorios. A medida que la edad de los alumnos desciende los estudiantes necesitan cada vez más el apoyo de un adulto por lo que los problemas en el hogar se agudizan: a menor autonomía, menor probabilidad de no depender de una escuela (aunque esto con los adolescentes adquiere otra connotación).
En este escenario, mantener el cronograma de actividades planificadas para la escuela, pero aplicadas a la situación de encierro supone una tarea que desde el principio se muestra improbable y hace falta una dosis importante de disociación para sostener el como si se estuviera en una escuela
Es cierto que algunos docentes usan plataformas más complejas y podrán establecer un cronograma semejante al escolarizado, siempre que las familias tengan condiciones económicas, habitacionales, tecnológicas y culturales para acompañar: se trata del sector más pequeño y rico de la población y tal vez allí se están ensayando escenarios futuros que se potencien para estos sectores el día después del encierro y aún en estos casos, tampoco hay certeza de que el modelo digital funcione como el escolar.
Lo que sí podemos es empezar por adecuar nuestras expectativas a la nueva realidad, permitirnos mayor flexibilidad, seleccionar de modo inteligente contenidos, actividades, cuidados, cantidades y calidades.

Los tiempos del aislamiento son diferentes y nos obligan a despegarnos del cronograma escolar y pensar de otro modo la enseñanza empezando por el principio: qué vamos a hacer y cómo lo vamos a hacer una vez que rechazamos la idea de hacer, hacer y hacer por hacer.
Priorizar contenidos y experiencias parece menos ambicioso, pero más realista que darle continuidad a aquello que ya no está. Priorizar significa construir criterios de relevancia entre disciplinas, contenidos y saberes, pero también lo relativo al vínculo con los alumnos y entre ellos. El criterio de priorizaciones debería ser el fundamento de cada cosa que pretendamos encarar. Todo, absolutamente todo, debe ser filtrado por una pregunta que merece en estos días una respuesta serena y consistente: ¿Para qué?. El educador escolar es un tipo de educador, solo un tipo posible. Quizá este exilio forzado nos permita volver a preguntarnos por el sentido primal de cada cosa que hacemos.
Tal vez el primer criterio de priorización sea la situación socio-emocional de nuestros estudiantes y de nosotros mismos: el contexto vincular y socioeconómico que se procesa en el encierro no puede ser soslayado y sostener la continuidad pedagógica también requiere de una reflexión entre docentes que no puede suspenderse por el aislamiento.
Priorizar es el inicio de la pedagogía del contra-aislamiento. Es establecer sentidos profundos que nos unan por medio del conocimiento y del encuentro que, aunque remoto y mediado, nos permitan reconstruir esa relación pedagógica que extrañamos.

La presencia de la voz, la escritura y hasta de la imagen de la pantalla, pero sin el cuerpo presente, sin la mirada del otro, constituye un desafío singular en el que la cosmética de la simulación debe dejar paso a un enfoque flexible y realista que permita seguir educando en el contra-aislamiento
Estamos huérfanos de instrucciones y perdimos la línea de certezas que apenas se delineaba en cada escuela. Y esto no porque gobiernos, organismos internacionales y especialistas se hayan llamado a silencio sino porque nadie tiene instrucciones para dar. Una vez más, nadie educó al educador y los educadores tienen que proyectar por sí mismos
Reconocer la incertidumbre es el primer paso para no caer ni el híper activismo hueco ni en la angustia de la parálisis del no se puede. No es fácil, pero los dos caminos nos conducen a adultos, niños y adolescentes al desfiladero más perverso de una frustración de la que será difícil recuperarnos.
Por lo tanto, es imprescindible construir un proyecto de la situación, un diagrama de la contingencia realista de las condiciones del aislamiento, flexible para adaptarse a las variaciones que se van presentando y pansophiano para posibilitar una pedagogía del contra-aislamiento por medio de la cual aún encerrados podamos mantener la posibilidad de abrirles a los otros y abrirnos a nosotros los caminos de perspectiva de la educación.

No hay recetas para lo nuevo. No hay pociones mágicas. En el contra-aislamiento está todo por pensarse y todo por hacerse, pero no cualquier cosa.
La educación es la posibilidad del pensamiento. El pensamiento es el virus que debemos contagiarnos.

María Eugenia Arias; Mayra Botta; Delfina Campetella; María Laura Carrasco; Cristina Carriego; Agustina Lenzi; Mariano Narodowski; Emiliano Pereiro y Gustavo Romero